Capital a prueba de revoluciones

foto by Gabriela Keseberg D.

Hay gobiernos de países que han decidido que lo mejor es alejarse lo más posible de su población para así evitar “problemas”. Un ejemplo es Birmania.

Desde el 2005 Naypyidó es la nueva capital de este país asiático. Hasta entonces lo era Rangún.

Pero el gobierno militar de ese entonces decidió que era mejor alejarse del pueblo a un lugar, digamos, más “tranquilo”. Así que construyó la nueva capital, Naypyidó (“ciudad real”), dónde antes no había nada y lo poco que había fue desplazado.

El parlamento, los ministerios y el gobierno tuvieron que mudarse. Ahora los funcionarios viven ahí de lunes a viernes. Los fines de semana vuelven a Rangún, donde están sus familias y hay movimiento.

NPT parece una ciudad fantasma, sin habitantes, siempre vacía.

Las embajadas se quedaron en Rangún también porque hay más calidad de vida, hermosos templos, lugares para salir, etcétera. Así que es normal que el primer vuelo de la mañana de Rangún a Naypyidó esté lleno de embajadores yendo a reuniones. Vuelven con el último vuelo del día. Nadie se queda en la capital, si no tiene que hacerlo.

El aeropuerto es de lo más moderno y espacioso. Como no hay pasajeros, porque el turismo no llega acá, se puede ir de lo más relajado al check-in.

Esta ciudad, que por motivos de trabajo tuve la oportunidad de conocer en 2015, es totalmente fuera de lo normal, bordeando lo absurdo. Está construida con lógica de paranoia militar.

Prácticamente no tiene población local, ya que no había nada ahí antes y los que ahora viven ahí fueron forzados a hacerlo. Las distancias entre un lugar y otro son enormes. Esto es a propósito. Por ejemplo, entre un ministerio y otro son por lo menos 30 minutos en auto, en autopistas totalmente vacías.

La idea es que si hay algún problema revolucionario en un ministerio, la gente tarde mucho en llegar al otro, y los funcionarios tengan suficiente tiempo para huir.

Todos los ministerios, construidos por empresas chinas, son exactamente iguales. Significa que si has estado en uno has estado en todos. Tiene la ventaja de que al entrar a un nuevo ministerio el visitante sabe de inmediato dónde es la sala de reuniones, las gradas y –qué práctico– hasta el baño.

Tiene la desventaja de que cuando llegas  tienes la impresión de haber ido en círculo y no sabes muy bien dónde estás. Su arquitectura es absolutamente falta de personalidad e identidad.

La joya de la ciudad es sin duda el Parlamento. No es un solo edificio, si no todo un complejo, enorme, sobre una superficie gigantesca. Está completamente cercado y antes de entrar por la reja principal hay que pasar un puente. Debajo hay una zanja profunda, que en mi imaginación se puede llenar con agua y ¿tal vez incluso con cocodrilos? La idea aquí es la misma: poder evitar que entre gente no deseada, o sea el pueblo birmano o una invasión extranjera. Pasada la entrada hay un buen trecho en auto hasta llegar al ingreso al Parlamento. Todo esto en un calor de 35°C y más.

Aún más impresionante y absurda es la avenida en frente del Parlamento. Tiene 20 (!) carriles sin separación al medio y está siempre desierta. Las malas lenguas dicen que está diseñada para que puedan ir por ahí tanques de guerra y que incluso pueda aterrizar un avión de pasajeros. Así los parlamentarios podrían salir huyendo sin ningún problema.

Semejante diseño de capital nos dice bastante, si no todo, sobre la relación y “el amor mutuo” entre un gobierno y su gente. Pero al final, al gobierno militar birmano no le sirvió de mucho atrincherarse.

Aunque logró asegurarse el 25% de curules en el Parlamento en la constitución y evitar que la premio Nobel de la Paz, la ahora controversial Ang San Suu Kyi, pueda ser presidenta, no logró mantenerse en el poder. En las históricas primeras elecciones democráticas del 2015, el partido de la Nobel arrasó en las urnas. La revolución fue democrática, sin sangre y sin necesidad de ir hasta la capital Naypyidó.

Gabriela Keseberg Dávalos es analista y asesora política. @gkdavalos

Publicado en: Página Siete  y Los Tiempos, Bolivia.

De mi columna: Mundo en transición

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