La vida después de un ataque terrorista

foto by Gabriela Keseberg D.

Este año casi no ha habido mes sin noticias de un ataque terrorista en alguna ciudad europea. A la vista, todo vuelve a la normalidad después de unos días. Pero no es así. El alma de la ciudad agredida queda profundamente cambiada.

Yo viví los ataques terroristas en Bruselas, en marzo 2016. La ciudad no volvió a ser la misma después. Tampoco los que vivíamos en ella. Era como si Bruselas hubiera perdido su inocencia. Esa misma inocencia que aprovecharon los terroristas para perpetuar no uno, si no dos ataques. Primero en el aeropuerto, luego en el metro. La segunda embestida, una hora después de la primera, fue la más fatal.

En Bruselas era un secreto a voces que tarde o temprano habría un ataque en la ciudad. Albergaba demasiados vínculos con ataques anteriores, sobre todo con los de París, en 2015. Pero aunque todos lo sabíamos, nada, absolutamente nada, lo prepara a uno para lo que se viene y el cambio de vida que le sigue.

El día mismo del ataque tuvo mucha cobertura mediática. En cambio, la vida cotidiana después es difícil de retratar. Meses después, el aeropuerto seguía siendo un caos. Cientos de eventos en la ciudad tuvieron que ser cancelados. La gente que venía de afuera no podía llegar. Y de Bruselas había que salir en tren a aeropuertos en Alemania o Francia para tomar de ahí el avión. Esto significó también miles de cancelaciones de hoteles, catering, restaurantes, etcétera. El turismo sufrió pérdidas cuantiosas. También el comercio en general y la gastronomía. La recuperación de los efectos colaterales del ataque es lenta. Aún hoy se trata de restaurar la confianza de los turistas y convencerlos de venir a Bélgica.

Más de un año después, sigue habiendo gente que prefiere no tomar el metro, por miedo. El transporte público quedó muy afectado. No sólo quedó destruida una estación de metro, si no que durante semanas la red de metro funcionaba en horarios restringidos. Esto, a la vez, afectaba los horarios del comercio, ya que los empleados debían cerrar las tiendas antes para poder tomar transporte.

Pero lo peor fue que nos acostumbramos a tener a soldados armados hasta los dientes en todas partes. Ya no llamaba la atención ver tanques militares urbanos en las esquinas. Parecía ya lo normal. Como si siempre hubiera sido así. ¿Nos sentíamos más seguros? No realmente.

Y meses después, los debates políticos sobre la restricción de ciertas libertades a favor de más seguridad, ya ni se seguían. ¿Vigilancia total y a todas horas? “Mejor así”, decían muchos. Y ni hablar del ambiente envenenado de prejuicios y acusaciones entre unos y otros.

Los que sobrevivimos nos quedamos el resto de nuestras vidas con las impresión de una experiencia horrorosa. Hasta hoy no puedo ver las imágenes de la destrucción y desesperación de aquellos que salían huyendo del aeropuerto y del metro. En ambos lugares había una alta probabilidad de que esté presente, tanto yo, como mucha gente conocida mía. Por el aeropuerto pasaba varias veces al mes, al igual que mis colegas. La estación de metro atacada estaba a sólo unos pasos de mi trabajo.

Las consecuencias de un ataque terrorista van más allá de las víctimas fatales y los heridos. No sólo mata o hiere a personas físicamente. Las heridas son también psicológicas y económicas. Deja una huella profunda en el tejido social de la ciudad.

Cuando nos enteramos de una embestida terrorista, creemos que una vez levantados los muertos, los heridos y los escombros, todo vuelve a la normalidad. Pero no es así. Nada vuelve a ser igual.

En eso pienso, cada vez que escucho la noticia de un nuevo ataque.

Gabriela Keseberg Dávalos es politóloga. Fue alta asesora política del vicepresidente del Parlamento Europeo. @gkdavalos

Publicado en: Página Siete, Los Tiempos y Nos24 (Bolivia).
De mi columna: Mundo en transición

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